domingo, 9 de marzo de 2014

Las hojas secas.

Las hojas secas.
El sol se había puesto, las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano.
El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:
-¿De dónde vienes hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y de las hojas secas, nuestras compañeras, a lo largo de la interminable  llanura. ¿Y tú?
-Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los  juncos de la orilla.
-¿Y a dónde vas?
-No lo sé, ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas, arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivíamos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río, que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquella agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.
-Y unas mariposas blancas, y las libélulas azules, que giraban por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía del color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?
-Y referíamos con su blando susurro las historias de los silfos que se columpiaban en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentes, que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!
- Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de lluvia en las tempestades de verano.
-Nosotras le servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos de sol.
-Nuestras vidas pasaban como un sueño de oro, del que  no sospechábamos que se podía despertar.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos, ya vestidos de plumas, y quedó el nido solo, columpiándose lentamente, y triste como la cuna vacía de un niño muerto.
-Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.
                                                                                                                                                    
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas en el helado contacto de las escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hallada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar, arrastrada de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he sentido dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.
-¿Cuándo acabaremos este largo viaje?
-¡Nunca!... ya el viento, que nos dejó reposar un punto, vuelve a soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él ¡Adiós, hermana!
-¡Adiós!...
Silbó el aire, que había permanecido un momento callado y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Gustavo Adolfo Bécquer

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